Muertos de risa, cerebros renacidos, tiendas de lápices, fantasmas y locos

El año en el cual pareció que lo perdía todo

Imagina tu cerebro representando la ausencia. Sueñas que vas a comprar con un amigo de infancia —que ya ni es tu amigo— a una tienda en la que solo venden lápices. Escribes a lápiz, como yo. Soy un escritor a lápiz desde que dejé de dedicarme a la compra-venta de estilográficas vintage. La tienda de lápices representa tus ideas. Tu necesidad de escribirlas, por extensión. Le preguntas a la cajera si tienen Blackwings 602 (con su lema tallado: “Half The Pressure, Twice The Speed”). La cajera te dice que no tienen. Le preguntas a la dependienta de la segunda planta, y de nuevo te responde que no tienen. Desesperado, le preguntas a la dependienta de la planta superior (una especie de buhardilla, donde guardan las rarezas y los descatalogados) y te contesta que tampoco: que es el único modelo de lápices que no tienen. En realidad, ni siquiera necesito lápices: todavía me quedan dos docenas. Y menos los necesito, de hecho, porque no escribo tanto últimamente. Ni tan rápido.

En su día no lo conté, porque no quería que pareciera que trataba de aprovecharme de la muerte de mi abuelo para vender más ejemplares de Los que son azules. Porque fue así: mi abuelo por parte de madre murió agonizando en un hospital el día después de la publicación de mi libro. Un hombre que me atrevería a decir que es la persona que he conocido que más ha sufrido en su vida. Estoy empezando una novela sobre ellos: sobre mis abuelos andaluces, sobre Lorca, sobre muertes, asesinatos, lutos y lugares. Fantasmas. ¡Una novela de fantasmas! Diría que es impropio de mí, si no fuera porque lo único propio de mí es escribir cada vez sobre algo distinto. La maldición de la curiosidad del cuentista. Además, siento que se lo debo a mis abuelos, que nunca tuvieron la oportunidad de aprender a leer y escribir.

La semana pasada murió mi abuela por parte de padre. Viví muchos años en México, y me tomo la muerte con el ritual más lúdico posible. Y esto no significa que la muerte deba carecer de ritual, sino todo lo contrario. Despedirse bien es importante. Reírse, también. Me reí hasta en el funeral del tío de mi mejor amigo: un señor al que solo vi en bata. Un gran aficionado al cine porno en VHS, por decirlo con suavidad. ¿Podéis concebir el funeral de una persona así sin una sola risa? ¿Por qué tuve que empezar yo? Bueno, porque era divertido empezar. Que rompa el hielo el que menos tenga que perder. Además, el escritor siempre puede jugar la carta del loco. Y, cuando no la juega él, la juegan los demás por él. Respeto a los locos. Respeto a los valientes. A los sinceros. A los únicos que no respeto es a los que linchan a los locos, a los valientes y a los sinceros.

Este año fue el año de todas las ausencias posibles. Pareció que lo perdía todo. ¿Habéis tratado de conversar alguna vez con vuestro propio cerebro? Yo sí. ¿Y os ha respondido? Soy un sátiro y, si la realidad me lo permite, un imbécil. Digo esto último porque la idiotez es un privilegio. Y, en mi caso, un privilegio que no siempre puedo permitirme. En estas últimas semanas, le he preguntado a mi cerebro (que no mi mente) varias cosas. En ausencia de drogas psicodélicas. ¿Hasta cuándo vas a prescindir de recordar cuánto mide mi cuerpo? Esto de pretender escribir una S y escribir un 6… Hablemos de esto. ¿Va a ser así a partir de ahora? ¿Podré hacer reír de nuevo a alguien que me guste o he perdido mi sentido del humor para siempre? ¿Seguiré escribiendo en el teclado como una abuela? Y, lo más importante: ¿Seguiré escribiendo? Y, si es que no, ¿qué voy a hacer? Este cerebro… ¿sigue siendo el parte de mí (al seguir alojado en mi cráneo) o puedo proceder a considerarlo un subproducto de mí mismo? Un apaño. ¿Debe uno considerar que su bastón es una pierna?

Me sentía tan lento que me propuse dos cosas: tratar de entender la relatividad y hacer deporte. Me sobraba el tiempo. Torcía los retrovisores de los coches, al chocarme contra ellos, debido a mi falta de propiocepción. Al llegar a casa, no podía meter la llave en la cerradura. Olvidaba palabras y, en definitiva, moría lentamente. Porque cuando uno ve las cosas caer, no imagina que la gravedad pueda revertirse sin más. Si ves algo cayendo sin dejar de hacerlo, ¿por qué debería comportarse distinto en cierto punto? Cada vez tengo más claro que el cerebro es plástico, complejo y elástico; pero fue terrible esa incertidumbre.

Dejemos que nuestros cerebros mueran y renazcan. Que las historias florezcan. Que los muertos, mueran. Que los fantasmas pueblen los libros. Y que los locos nos permitan soñar que la realidad puede ser distinta, incluso cuando las posibilidades parezcan remotas.

Todo estará bien.


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4 respuestas a «Muertos de risa, cerebros renacidos, tiendas de lápices, fantasmas y locos»

  1. Avatar de Ana Bande

    Me sienta bien leerte. Volveré por aquí, es lo que decíamos les viejes blogueres cuando ni siquiera se usaba la «e» como comodín. Si supero la antiautopatía vuelvo por allí. Versos!

    1. Avatar de gerardserra

      Ánimo, Ana: Te mando un fuerte abrazo. Me alegrará verte por aquí 🙂

  2. Avatar de sara

    Dejemos a los muertos morir pero vivir en nuestro cerebro, esperanzado con el milagro de la resurrección.
    Allí estaremos más viejos, quizá algo más buenos pero con toda seguridad, mucho más tristes.

    1. Avatar de gerardserra

      Gracias por tu comentario, Sara: Te mando un fuerte abrazo. Las ausencias suelen dolernos, pero es lo que toca.

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